Infierno incesante.

 Me recuerdo entrando al sueño profundo mientras la realidad se disipaba a cada segundo que pasaba. Había sido un día cansado, lleno de imprevistos e infortunios: lo único que mi cuerpo y alma deseaban era poder fundirse con las sábanas y no despertar jamás. 

Me acosté alrededor de las once de la noche, hacía ya rato que las estrellas inundaban el cielo después de haber dejado atrás el atardecer. Recuerdo haber cenado rápido y sin ganas, haberme vestido con mi pijama roído por el tiempo y arrastrado mi cuerpo hasta desfallecer en el catre con el eminente deseo de cerrar mis ojos hasta un nuevo amanecer, con el anhelo de que éste sucediera dentro de mucho, mucho tiempo. Pero no fue así. Justo tras sentir mi cuerpo entrando en contacto con la ropa de cama, un relámpago de dolor me acuchilló el cuerpo desde la punta de la cabeza hasta la punta de los pies, dejando entrever en mi rostro gemidos de tormento que no concluían, y el resto de mi cuerpo retorciéndose entre las sábanas. Esta tortura permaneció hasta pasadas lo que yo consideraría unas horas, mas probablemente apenas fueran un par de minutos. No era la primera vez que me sucedía esto, de hecho, era el pan de prácticamente cada noche desde hace ya un tiempo; todos los días musitaba para mis adentros un sinfín de oraciones tranquilizantes, a la espera de que estas infundieran terror al relámpago y huyera de mi vida, dejándome descansar en paz: todavía me quedaba algo de esperanza. Pero esto no ocurría. El relámpago de congoja volvía una y otra vez a amedrentarme, a hacerme sentir una muerte inminente, a martirizarme sin cesar.

Cuando éste paró en seco, y mi cuerpo dolorido dejó de retorcerse, sentí un extraño alivio tal que podría llegar a considerarse orgásmico. Lo mismo de siempre, la gloria que viene tras dejar de sentirse infame.

Deseé con fuerza dormirme entonces, con la ilusión de que nada más nefasto me sucediera aquella noche, mas no fue mucho el tiempo que pasó hasta que un nuevo golpe de desdicha me arrolló, marchitándome si cabe un poquito más. Comencé a vislumbrar siluetas acechantes y rostros indescriptibles en las profundidades de mi habitación, éstos murmuraban palabras incomprensibles que me hacían enloquecer. Mi cuerpo tiritaba de miedo y mi rostro se desfiguraba a la par. Me arropé todo lo que pude con las varias mantas y sábanas que me cubrían aquella noche, aspirando a que estas me salvaraguardaran de una tragedia apremiante. Las manecillas del reloj de pared giraban lentamente mientras las sombras se acercaban hacia mí; yo me revolvía asustado en la cama. 

Tic, tac, tic, tac... el reloj sonaba sin cesar. Los sonidos que emitía se me desdibujaban: se alargaban, se empequeñecían, se deformaban, me corrompían.

Abrí los ojos, de pronto, tras un leve pestañeo, ojiplático al atisbar estas sombras y rostros desfigurados acercándose hacia mí cada vez más rápido. Sus susurros se volvían más intensos, aunque no por ello menos indescifrables. Antes de que pudiera pestañear de nuevo, noté sus manos comenzando a rozar las mantas, extendiéndose por todo mi cuerpo y subiendo hacia mi cara.

Entonces grité:

-AHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHH!!!!!!!!!!!!!

Grité como nunca, grité y chillé mientras notaba cómo absorbían mi cuerpo con sus manos insípidas y humeantes, cómo engullían mi rostro y lo envolvían en una nadedad negra, tan obscura como el más profundo de los pozos, como la más honda de las cuevas...

De pronto me hallé en un espacio en el que no veía nada más allá de la negrura que me envolvía, y no sentía nada más allá de un frío gélido que me dolía como mil clavos penetrando en mis carnes hasta el hueso, destrozando mi alma, destrozándome entero. No podía gritar, ni moverme, ni pestañear: estaba en parálisis. El tiempo parecía no existir, la vida se sentía lejana, los sonidos se asemejaban a un ruido infernal, mi consciencia no se sentía real, el olor era pastoso e indefinido, como una mezcla enturbiada que me penetraba... 

Entonces comenzaron a aparecer imágenes insólitas flotando por todos lados, imágenes que se sentían cálidas, como una brisa en verano, cuando el sol quema y el aire en movimiento se siente como una bocanada tras un minuto sin respirar. Poco a poco éstas fueron sustituyendo el calvario por calma y lentamente noté cómo volvía a poder mover mi cuerpo, cómo volvía a respirar...

De repente estaba de nuevo en mi cama, las siluetas y rostros se habían desvanecido, y sólo quedaba la oscuridad de mi cuarto iluminada por una pequeña vela que se situaba en la mesilla de noche. Respiré atragantado con mis propias emociones, éstas me inundaban y ya no sabía si era pesar o gloria lo que por mi cuerpo anidaba; me incorporé como pude y tragué todo el aire que en mis pulmones cabía, como intentando transformar aquellos sentimientos en otros que me resultaran menos enigmáticos, pero éstos permanecían haciéndome regurgitar de angustia. Así pasó el tiempo, yo sin dormir y este sentir sin irse. Pasó el tiempo y al fin empezaron a entrar por el ventanuco los primeros rayos del amanecer; fue sólo en aquel momento cuando comencé a sentir quietud penetrando en mis entrañas, dejándome entonces dormir, entrar al sueño profundo...

Comentarios

Entradas populares